martes, 30 de agosto de 2011

"Festivus" o el negocio de los festivales en Chía

¿Qué sentido tiene organizar “festivales” que no cuentan con la participación de toda la comunidad? ¿Qué trascendencia alcanza un festival que sólo es pensado con fines de lucro por organizaciones “sin ánimo de lucro”? ¿Podrían las organizaciones locales (públicas y privadas) organizar celebraciones que reflejen meticulosidad y atención por el resultado final?

Por: Santiago Pérez Jiménez

Tanto en las culturas primitivas como en la actualidad, la relación entre el individuo y sus creencias míticas está íntimamente ligada a rituales que reviven dicha conexión. La magia y la razón se vuelven una durante estos rituales, que paganos o no, nos conectan con las creencias más profundas y ocultas del alma humana.

Estos rituales, con el tiempo y bajo el rigor de la ortodoxia religiosa, fueron haciéndose cada vez más tolerables entre los pueblos. De alguna manera crearon un puente entre ese pasado ancestral mítico y la desconcertante realidad. De la necesidad de explicar comportamientos y fenómenos nace el mito y a su vez de éste, se desprende el rito que lo celebra y lo honra.

Por ejemplo, en honor a Dionisio se crean las dionisiacas y con ellas, una liberación del espíritu que se traduce en los orígenes de artes clásicas tan importantes como la danza, el teatro y la literatura. Festividad, que con el aval de los dioses, había que conmemorar y que como una pandemia caía sobre el pueblo, permitiéndole unirse en torno a los excesos, las transformaciones y la libertad.

La influencia del cristianismo fue transformando paulatinamente esta y otras celebraciones consideradas paganas, en festividades menos desenfrenadas y con una subrepticia unión entre la moral cristiana y la liberación física y espiritual. Pese a esta unión temporal, la religión no pudo, ni podía eliminar de un tajo, celebraciones y carnavales. Así pues, tuvo que combinar las fechas sagradas y el placer con un día límite: el miércoles de ceniza; y de esta forma, simpatizar “amigablemente” con tradiciones más arraigadas en los individuos que la religión misma.

Con el tiempo estas festividades y carnavales se desprendieron del rigor cristiano y comenzaron a hacerse más ricas pues cada pueblo y cada cultura hace su aporte desde el folclor local o sus fortalezas artísticas y estéticas. El carnaval y el festival regresan una vez más a sus verdaderos dueños: los pueblos.

En la actualidad, hemos pasado de los grandes carnavales clásicos a festivales artísticos. Sitios periódicos de reunión y encuentro humano alrededor de las artes y que deberían contagiar (como otrora) a toda la comunidad en torno a una manifestación artística particular. Chía no está exenta de celebrar y para ello cuenta con tradicionales festivales como el de teatro y el de danza, así como con sorpresivos y hasta desconcertantes intentos festivos como el festival de música, de poesía, de astronomía, Carnaval de la luna y un largo etcétera.

Puede quizás ser producto del uso inadecuado del término o un desconocimiento de la historia, contar en la actualidad con una excesiva programación de “festivales”. Con lástima hay que registrar que en nuestra ciudad a cualquier espectáculo (bien intencionado o no) se le titula en afiches y reseñas bajo el término “festival”. Sería fundamental entonces, rescatar el sentido histórico de la palabra festival (y por extensión la del término carnaval) y revaluar la conceptualización y la organización de estas atracciones locales que más parecen encuentros y espectáculos pasajeros. Sin duda, sobre el pueblo no cae el espíritu dionisíaco, nadie siente y vive la fiesta a excepción de los comprometidos y a veces fogosos organizadores.

¿Qué sentido tiene organizar “festivales” que no cuentan con la participación de toda la comunidad? ¿Qué trascendencia alcanza un festival que sólo es pensado con fines de lucro por organizaciones “sin ánimo de lucro”? ¿Podrían las organizaciones locales (públicas y privadas) organizar celebraciones que reflejen meticulosidad y atención por el resultado final? ¿Seguiremos siendo testigos del acabose de los tradicionales festivales que lentamente se transforman en espectáculos de parque? ¿Estos festivales están pensados también para la formación o renovación de públicos o sólo son eventos para eruditos o simples obligaciones “por acuerdo”?

Cedo estos interrogantes a los “organizadores-contratistas” para que en sus planes presentes y futuros se logre repensar no sólo el término sino los festivales, como reflejo de un proceso artístico y de participación colectiva para que estos caigan sobre el pueblo cual pandemia, enfermando por igual de arte, alegría y belleza a todos los habitantes de la ciudad de la luna.

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