miércoles, 11 de mayo de 2011

¿KINSKI ERA UN INSOPORTABLE?


Este asunto de ver cine me genera miedos; reservas acerca de cuál o tal película programo. Como lo vengo diciendo desde que iniciamos esta nueva aventura en Las Puertas: vamos a proyectar lo que no hemos visto, lo que no nos deslumbre pero sí, que valga la pena.

Intenta uno ver y ver filmes aunque el tiempo no rinda. En dvd, online, prestados y recomendados. Pero no hay tiempo ni cabeza que aguante. Y ahí van llegando las películas. Una tras otra y por referencias menos comunes que la internet. Quizás no tan buenas o tan profundas tan claves para la historia del cine... En fin, sólo dan ganas de mostrarlas...

Así, casualmente, llegó a mi vida y al cine club, el documental de este jueves: "Mi enemigo íntimo" de Werner Herzog (MAÑANA JUEVES EN "LAS PUERTAS"). No llegó por los canales académicos sobre el nuevo cine alemán o por referencias permanentes sobre uno de los más importantes directores contemporáneos. Llegó al leer una revista (El malpensante) y más exactamente una ameno relato titulado: "La ira de Dios: recuerdos de Klaus Kinski en Kolombia" escrito por Sandro Romero. Así conocí de la existencia del documental en mención y más aún, despertó en mí la necesidad de conocer intimidades de esta dupla particular de artistas. De amigos-enemigos.

Les dejó un fragmento del artículo y el link, para que se diviertan como yo, con las anécdotas entre los ídolos y los hombres del caliwood. Con la lectura del texto será más interesante la proyección de la película de mañana... ¡Y también sabremos si en realidad Kinski era un hijueputa!!!


(El malpensante - mayo 2008)

La ira de Dios

Recuerdos de Klaus Kinski en Kolombia

En 1986, una parte del film Cobra Verde fue rodada en Colombia. El protagonista de la película era un actor tan extraordinario como hijueputa; un gigante perverso y brutal que asolaba el set entre insultos y golpes. Su nombre, Klaus Kinski. Entre las incontables víctimas de sus atropellos, el director era una de las preferidas. Sandro Romero Rey, también víctima, recoge los escombros del paso del iracundo genio alemán y arma con ellos esta turbulenta memoria.

La ira de dios

Señales de vida

Para todos los que terminamos apasionándonos por el cine en los años setenta, las películas de Werner Herzog eran el territorio de la fascinación. Creo que nadie permaneció indiferente cuando llegó a nuestras pantallas la escalofriante versión de la Conquista en Aguirre, der Zorn Gottes (1972), donde un alucinado actor alemán (aún no sabíamos de nombres ni jugábamos a la caza de citas) musitaba en la mitad de la jungla, rodeado por la soledad y los micos: “Haremos historia, como otros han hecho obras de teatro”. Poco tiempo pasaría hasta que yo me pusiera a hacer asociaciones: el rubio actor de la mirada insomne era el mismo al que le encendían un fósforo en la joroba en Por unos dólares más, el inolvidable spaghetti western de Sergio Leone de 1965. El actor (rubio, o mejor, mono, demoníaco, alucinado) se llamaba Klaus Kinski.

Los años pasaron y los films de Werner Herzog se multiplicaron: vi Kaspar Hauser y Fata Morgana, vi También los enanos comenzaron pequeños y Señales de vida. En todos ellos estaba la imagen de un director que corría grandes riesgos. Grandes riesgos creativos pero, sobre todo, grandes riesgos con la vida. La vida y los límites con la muerte eran una sola cosa para Herzog. Este sentimiento lo confirmamos al ver el primer documental que se hizo sobre su obra, en el que un desquiciado Klaus Kinski insultaba sin contemplaciones a su director, llamándolo “director de enanos”. Herzog oía impasible la grabación y sonreía con cierta nostalgia. Cuando la voz de Kinski se apagaba, Herzog comentaba: “Y allí, cuando Klaus estaba completamente fuera de sí, era el momento escogido para empezar a rodar las escenas de Aguirre. Herzog había nacido en 1942 y Kinski en 1926. Cuando el joven director de 28 años decidió escogerlo para protagonizar su aventura en la selva amazónica peruana, Kinski era una estrella de incontables películas de todo tipo, en las que su figura se destacaba mucho más que los resultados de los filmes. El hecho de que Herzog pudiese contar con una star para la aventura de la realización de su Lope de Aguirre era un peligroso privilegio. Kinski nunca se acostumbró a la idea y jugó a hacerle la vida imposible a su director, de tal suerte que el amor y el odio se conjugaron de una manera visceral en los resultados de su ira. El coctel, sin embargo, resultó perfecto. Sin ánimo de equivocarme, creo que la mejor película existente sobre la conquista española en América es Aguirre, la ira de Dios, mientras no se compruebe lo contrario. Gracias a Kinski pero gracias, sobre todo, a esa vocación masoquista que consiguió Werner Herzog en sus imágenes, donde no había truco posible: la aventura de la filmación era la aventura de lo filmado. La aventura de los conquistadores era la aventura de Werner Herzog. Lope de Aguirre era Klaus Kinski. Y la música inolvidable del grupo alemán Popol-Vuh era la música de Dios que, seguramente, acompañó a los desquiciados españoles en medio de las selvas americanas.

Los años pasaron y el gusto por las películas de Werner Herzog se mantuvo intacto. Buscábamos sus títulos como fuera, porque a través de los circuitos comerciales nunca llegaron, salvo Nosferatu, el elegante remake del clásico de F. W. Murnau. Por nuestras pantallas apareció Corazón de cristal donde, según la leyenda, había participado un colombiano y en la que, supuestamente, todos los actores estaban hipnotizados. Gozamos con la Norteamérica de Stroszek y con la bella Isabelle Adjani en el citado filme de vampiros. Nos conmovimos con El país del silencio y la oscuridad y El éxtasis del tallador Steiner. Hasta que llegó Fitzcarraldo y otra vez el mundo se midió a otro precio. Había en Aguirre y en Fitzcarraldo la misma sensación que se tenía con las películas mexicanas de Buñuel: un europeo que corría el riesgo de quemar sus naves, con tal de interpretar a fondo el enigma latinoamericano. De nuevo, con Fitzcarraldo volvió la aventura de un rodaje que comenzó con Jason Robards y acabó con Klaus Kinski, que comenzó con Mick Jagger y terminó sin piedras rodantes. Una película de dimensiones totales, en la que se contaba la historia de un enloquecido soñador que decide llevar la ópera a la selva y termina haciendo cruzar un barco por encima de los árboles. Toda la gesta de su realización la disfruté fascinado gracias a Les Blank (el mismo director que había filmado a Herzog comiéndose un zapato) y su documental titulado Burden of Dreams (1982), donde volví a comprobar que la realidad, para el recio Werner, seguía siendo tan arriesgada y peligrosa como los sueños de la ficción. A mediados de los ochenta le perdí la pista a Herzog y llegué a pensar que se lo habían devorado los extraterrestres. Luego supe que había hecho una película en Nicaragua y que se había peleado con los sandinistas. Que había filmado en Australia, en fin. Pero será mejor darle paso a nuestra historia.

No me acuerdo muy bien cómo empezó todo, pero creo que el asunto se dio gracias al inmarcesible Salvo Basile. Para los que no lo conocen, Salvo Basile es un inmenso y adorable italiano que llegó a Colombia en los años sesenta, para la filmación de la película Queimada! de Gillo Pontecorvo, protagonizada por Marlon Brando. Se enamoró de Cartagena y de Jacqueline Lemaitre y se quedó entre nosotros para siempre. La filmografía de Salvo es más extensa que la de Griffith, y todo lo que ha pasado por el celuloide de extranjeros en Colombia ha pasado por sus manos de filibustero. Quien les escribe, por su parte, había nacido y vivía en Cali. Tenía 27 años y no me había suicidado. Las fechas se me confunden, pero estoy seguro de que los años dorados del llamado Cali-wood estaban en todo su esplendor. Yo había trabajado con Carlos Mayolo en La mansión de Araucaíma como asistente de dirección y nos sumergíamos en nuevas aventuras de celuloide. Hasta que, como caído del cielo, llegó Herzog a la capital del Valle. Hay una foto por ahí revoloteando en la que estamos Mayolo, Luis Ospina, el director alemán y quien les escribe, sonrientes, en una habitación del Hotel Intercontinental. Con Herzog fuimos a comer al restaurante Los Turcos. La misma noche de su llegada, nos contó la historia de Cobra Verde, la película que quería filmar en África y en Suramérica. No recuerdo las razones por las que había escogido a Colombia, puesto que la historia, en realidad, sucedía en Brasil. El hecho es que Werner Herzog estaba entre nosotros y había que ponerse a su entera disposición, porque cómo no. Después de la comida quiso ver fragmentos de algunas películas recientes colombianas. No había dormido, pero se quedó recostado, en la cama de Luis Ospina, mirando fragmentos, hasta que vio el inicio de La mansión de Araucaíma. De repente, se incorporó: quería ver la película completa. Se la pasamos. Eran los tiempos del Betamax. Cuando terminó, sonrió satisfecho y dijo: “Quiero el cuadro que aparece en los créditos. Y me encantaría que Mayolo hiciera un personaje en Cobra Verde”. También se entusiasmó con Mr. Fly, el protagonista de setenta años de Pura sangre. Herzog se fue de Cali y el flechazo ya estaba hecho.

Pocos días después supimos que los fragmentos colombianos de Cobra Verde se filmarían en Villa de Leyva, en Cartagena y en una hacienda azucarera del Valle del Cauca. Gracias a Salvo Basile se organizó “el cartel de Cali”, en el que trabajaríamos Miguel González y Karen Lamassonne en la dirección de arte y quien les escribe como asistente de dirección. Salvo (Basile) desapareció en los laberintos de sus propias aventuras y nos dejó como contacto directo al productor U. El guión de la película era un tratado de poesía pero uno no podía saber, a ciencia cierta, cómo iba a ser filmado. Años después vine a saber que estaba inspirado en el libro El virrey de Ouidah de Bruce Chatwin, escritor de viajes inglés muerto de la enfermedad de nuestros tiempos en 1989. El trabajo comenzó sin pérdida de tiempo. Una vez firmado el contrato había una serie de tareas muy concretas, entre las que se combinaba la consecución de las locaciones, la contratación de doscientos corteros de caña de azúcar, la búsqueda de un extra negro y manco, un violonchelo, una garza, otros animales exóticos y cientos de necesidades de color local. Pero el asunto se fue complicando con el paso de los días, cuando se supo que el protagonista de la cinta iba a ser de nuevo Klaus Kinski. Sí. De nuevo. El actor había sido el rostro de cuatro películas ya clásicas de Werner Herzog y, de muchas maneras, el uno se había hecho gracias al otro. Aguirre, Fitzcarraldo, Nosferatu y Woyzeck eran Herzog y eran lo mejor de Klaus Kinski. Pero por todas partes se rumoraba que el actor no se soportaba al director y que ambos habían decidido cancelar la colaboración. Sin embargo, no fue así. La película se empezó a filmar en Ghana, con Kinski en el rol de Francisco Manoel da Silva y, después de dos meses, toda la tropa estaría en Colombia.

Mayolo practicaba sus parlamentos en inglés con la colaboración de su novia Joyce Lamassonne, Miguel González conseguía el Museo de la Caña, Karen Lamassonne se encargaba de ponerse de acuerdo con la vestuarista Rosario Lozano quien, a su vez, peleaba a gritos en un alemán inventado con la histérica jefe de trajes llamada Gisela Storch. De un momento a otro, Salvo Basile, nuestro polo a tierra, se fue para África a domar a Kinski y los colombianos nos quedamos a órdenes telefónicas del productor U. Pronto nos dimos cuenta de que nuestro trabajo no sólo necesitaba controlar los detalles de lo que se vería en pantalla sino, sobre todo, de lo que estaba detrás de ella. Y lo que estaba detrás de ella se llamaba Kinski. Cada cierto tiempo nos llegaban las leyendas: Kinski se acostaba todas las noches con tres negras distintas. Kinski había asesinado un caballo con su mirada. Kinski dirigía la película. Kinski odiaba a todo el mundo. Kinski asesinaba un asistente de cámara cada dos días. Había que prepararse. Había que alquilarle un apartamento especial, para que destrozase todo lo que se encontrase a su paso. Conseguimos el penthouse de la Torre de Cali. Se necesitaba un carro con chofer sólo para él. Se consiguió un Cadillac último modelo, con un conductor de sumisión asesina. Yo había conseguido mi ejército de corteros de caña de azúcar y, para mi protección, me apoyaba en el temible Azcárate, conocido como “El Enmaletado”. El tiempo se redujo y, cuando menos pensábamos, nos cayó encima todo el escaparate de Cobra Verde.

Continua

PROGRAMACIÓN MAYO - JUNIO 2011

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martes, 10 de mayo de 2011

EL ABSURDO DE LA VERDAD EN EL LENGUAJE VISUAL

Johanna una de nuestras visitantes, escribió para nuestro blog un excelente artículo acerca de la verdad y la imagen.

No dude en participar usted también con textos para la sección "CINÉFILOS", serán publicados al instante.


Hablar del ser humano se presenta en la mayoría de los casos como un trabajo exclusivo de filósofos, antropólogos, psicólogos y un sin fin de teóricos que a través de elucubraciones construidas desde la misma academia pretenden explicar al mundo, a esos otros, a los cuales indagan, el por qué de su conducta y sus manifestaciones propias de “ser social”. Sin duda, sus investigaciones han dado fruto a un millar de paradigmas por medio de los que se viene pensando al hombre, pero ¿Qué sucede cuando trasladamos este debate sin tanta parafernalia y sin un conocimiento que se cree a su vez objetivo y totalmente científico, a un lenguaje más libre como el lenguaje visual, tomando en cuenta única y exclusivamente su contenido y mensaje? Además ¿Es valido hablar de objetividad – cientificidad al acercarse a una realidad tan basta, diversa y compleja cómo el ser humano y la multiplicidad de sus manifestaciones?

Creo firmemente que nada tiene que ver la objetividad en el hecho mismo de pensar y hablar acerca del “ser humano”, es evidente que cada quién tiene que decir sobre esta especie tan magnífica desde su propio sistema de valores. Para la muestra un botón, cuando hablamos de lenguaje visual hablamos de un espectro amplio y creativo, espacio construido desde la subjetividad del director y guionista que exponen en su obra todo lo que piensan acerca de su realidad inmediata proponiendo una nueva mirada sobre la misma, saltando con su imaginación a una diversidad de planos existenciales en los cuales deja fluir su mundo interior a través de la creación; atributo propio de todas y cada una de las elaboraciones artísticas.

Por tanto, ¿Por qué mirar la creatividad como un espacio sujeto al análisis de la verdad, cuando en la diversidad del mundo no cabría una sola verdad, sino verdades relativas? ¿Por qué no confiar en sí mismo para apreciar algo propiamente humano como una obra cinematográfica?, ¿Por qué descalabrase el coco pensando en verdades absolutas cuando se presenta ante nosotros algo que pareciera perturbador, pues no es normal dentro de lo que nosotros “suponemos normal”? ¿Por qué no simplemente nos enamoramos de la diversidad humana y la apreciamos tal como es, sin esperar que encaje dentro de nuestro sistema de valores occidental, que tiende a rebajar y juzgar como anómalo todo aquello que no quepa dentro su pauta cultural?

El lenguaje visual, en todas sus presentaciones tiene ese poder fascinante de encarnar nuestro mundo interior en cada una de sus creaciones, poniendo en tela de juicio nuestras verdades absolutas - histórica y culturalmente aprendidas -. Sin más ni más, esta es una invitación para gozarse el cine, sin descalabrarse ni perturbarse, ríase de usted mismo a través del él, goce de esa bendición de “ser humano” y su derecho irrefutable de pensar libremente.

Johanna Alzate Hurtado

VIDEO PRESENTACIÓN

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